NUEVA YORK — No eran ni siquiera las 9 de la mañana cuando el cubrebocas N95 de Sylvie de Souza, que debía cubrir su rostro herméticamente, ya estaba desacomodado.
Mientras caía la lluvia helada el lunes, usando zuecos de goma, la doctora iba y venía del departamento de emergencias que preside en el Centro Hospitalario de Brooklyn a una carpa afuera, mientras supervisaba de cerca a los médicos en formación, las enfermeras y otros miembros del personal que ese día evaluarían a casi cien pacientes sin cita para ver si tenían coronavirus.
Dentro de su sala de emergencias, más de una decena de personas que mostraban señales de infección esperaban ser evaluadas en una zona que hace tan solo unas semanas se utilizaba para dar puntadas y poner yesos. Otra decena se encontraba en camillas acomodadas una frente a otra, como un estacionamiento de la ciudad de Nueva York. Un hombre con respirador esperaba a que hubiera espacio en la unidad de cuidados intensivos.
Los médicos en el hospital se habían preparado para la sobrecarga inminente: cancelaron la mayoría de las cirugías con el fin de disminuir el número de pacientes dentro del hospital
Minutos antes de que los paramédicos llegaran con un paciente que tuvo un infarto, de Souza señaló las camas reservadas para emergencias graves, separadas de los posibles casos de coronavirus por un muro recién construido. “Esta es nuestra zona segura”, le dijo a un reportero. Después se corrigió: “Se cree que es segura”. En realidad, no había manera de saberlo.
El virus llegó al hospital hace tres semanas. De Souza comenzó a anotar los detalles de cada posible caso en una hoja de papel, una lista que ha crecido a más de 800 pacientes, la mayoría de los cuales fueron evaluados en la carpa para pacientes sin cita.
Ella y otros médicos en el hospital se habían preparado para la sobrecarga inminente: cancelaron la mayoría de las cirugías con el fin de disminuir el número de pacientes dentro del hospital, designaron una sala de rayos X solo para pacientes que quizá tengan el virus, buscaron suministros, prohibieron la mayoría de las visitas, les dieron a los enfermeros nuevas tareas y abrieron una línea de ayuda telefónica para la comunidad.
El hospital con 175 años de antigüedad —adonde Walt Whitman llevó duraznos y poemas para animar a los heridos de la Guerra Civil y donde nació Anthony Fauci, el asesor de la Casa Blanca que ahora es el médico más famoso de Estados Unidos— está aumentando su capacidad, conforme a la solicitud que el gobernador Andrew Cuomo dirigió a todos los hospitales. Hasta el miércoles, la ciudad, ahora el epicentro del brote en Estados Unidos, había reportado más de 59.000 infecciones confirmadas y 900 muertes.
Autorizado para tratar a 464 pacientes, el centro médico de Brooklyn generalmente solo tiene el personal y las camas suficientes para atender de 250 a 300 personas. Está planeando aumentar ese número en un 50 por ciento de ser necesario, pero quizá deba duplicarlo.
“Tengo muchos temores distintos”, comentó de Souza el 25 de marzo. Si el volumen de pacientes aumenta al ritmo actual, le preocupa que la sala de emergencias ya no tenga espacio la semana siguiente. Si muchos pacientes están enfermos de gravedad y necesitan soporte vital, le preocupa tener que elegir entre ellos.
Esa mañana por primera vez, los trabajadores médicos de la carpa levantaron sus brazos a una distancia segura, como si estuvieran sosteniéndose las manos, y dijeron una oración: que tomemos las decisiones adecuadas; que estemos protegidos, al igual que los pacientes, de la enfermedad. De Souza planea volverlo una tradición. “Eso es todo lo que podemos hacer: solo orar, mantenernos unidos, darnos ánimos y no paralizarnos por el miedo”, comentó.