Jaime Enrique Sandoval Ponce
El domingo de Luis
¿Qué más podía pedir de un domingo? Luis se levantó tempranísimo. Ya había planeado con antelación lo que haría el fin de semana con su familia. Ésta se conformaba por Luis, empleado de conocida abarrotera (cuya nomenclatura recuerda a un espasmo intestinal) y que pasaba de los treinta sin llegar a los treinta y cinco; su esposa, Ana, frondosa y con una alegría escandalosa, ama de casa pulcrísima y madre de dos hermosos cuatitos Luisillo y José (a quienes toda la familia les llamaban de cariño “Tuco y Tico”, por su gracioso parecido a los cuervitos protagonistas de unas añejas caricaturas).
A eso de las siete de la mañana, Luis se salió de la cama de puntillas, pues tenía preparadas para su esposa varias sorpresas en compensación por la ajetreada semana de escuelas, niños, suegros, soponcios con las casas de empeño y sablazos a la familia para “acompletar” el gasto. Ella era su compañera incondicional.
Intentó encender la estufa para prepararle a su frondosa mujer un suculento desayuno.
El sábado por la noche ya había pasado a una sucursal de esa abarrotera con nombre de enfermedad gástrica (en la misma que labora Luis) y se había surtido de huevos (de gallina, por supuesto) tocino, pan integral tostado y otras viandas que tanto le gustaban a la pareja desde su feliz aunque breve vida de pareja sin hijos. Era la primera sorpresa para Ana, un desayuno en la cama.
-Ah chingá, ¿y ora?- masculló Luis acercándose a la parrilla mientras giraba una y otra vez la perilla del gas. -¡Puta madre, se acabó el pinche gas!- rugió endemoniado. -Y en domingo para acabarla de joder, ¿dónde saco un tanque de gas ahorita temprano…y en domingo?-
Se ajustó las chanclas muy molesto mientras azotaba la sartén en la estufa. Ana salía en esos momentos de la recámara, hermosamente fodonga y desgreñada, asustada por los gritos de Luis. Al encontrarse con él en el pasillo le preguntó: -¿Qué pasó gordo, por qué estás enojado?-, la respuesta de su marido fue hosca, seca: -Quítate pinchi gorda, se acabó el gas…y tú preguntando pendejadas-. Ella, que no era un dechado de tolerancia replicó atizando, peligrosamente, un tema para ellos ya agotado: -¡Sí claro, no fuera que se acabó el gas en casa de “aquella”!- deslizó la fémina retorciendo la boca en un gesto por demás burlón e irónico.
Luis ignoró la puya, aunque sí le dolió. Tocó la puerta de su vecino, compadre y cómplice de amores extra maritales y de “amiguitas”. Tadeo, que así se llamaba el vecino, abrió la puerta y arrojó un terrible tufo a ñarro y caguama. Soltero empedernido, acostumbraba agarrar la peda desde el viernes y soltarla los lunes al mediodía… y además, tenía herramientas. A gruñidos entregó a Luis la llave “estilson” a su compadre y se volvió a “encuevar”.
Ya le había dicho un cuate dónde y cómo conseguir gas a cualquier hora y en cualquier cantidad. En short y chanclas, con su dominguera y raída playera de un equipo de fuchibol (azul y amarillo, con un pajarraco dibujado) con su tanque de gas salió al andador y esperó un taxi…en domingo por la mañana…
Después de media hora uno se detuvo, el chofer le preguntó dónde iba y acordaron el precio. Subieron el tanque en la cajuela y tomaron rumbo al centro de la ciudad. Tras recorrer varios recovecos llegaron a su destino.
-Qué chingón, casi no hay gente, voy a salir de volada- dijo Luis mientras observaba su reloj que marcaba las ocho con quince minutos.
Ya había entregado el tanque al despachador cuando repentinamente, Luis sintió un fuerte golpe en la cabeza al momento que escuchaba gritos, y sonoras mentadas de madre.
-¡Quietos hijos de su chingada madre, no se muevan o les meto plomo, esto es un asalto, saquen todo lo que traigan encima… y no le hagan al héroe pinches culeros!-
El de la voz, un enorme y gordo tipo con cara de maldito y voz patibularia, con marcado y ronco acento de convicto. Empuñaba una pavorosa pistola calibre 38 súper, pavonada, que mostraba las ojivas que asomaban por el piñón…
Luis sangraba profusamente por el cañonazo recibido en la parte posterior de la cabeza. Pensó de inmediato que apenas hacía hora y cachito estaba en su casa. Vino a su mente, como un relámpago enceguecedor, la imagen de su fodonga pero amada mujer y las de Tuco y Tico. -¡No mames, me voy a morir por una pendejada, qué pinche culpa tengo yo de que este culero haya escogido un domingo para asaltar este changarro?-.
El despachador y el taxista no corrieron con la misma suerte.
A un descuido del malandro se abalanzaron contra él. El taxista con un bat de madera que traía a bordo y el despachador con una cubeta de metal.
Nada pudieron hacer contra el gandul. Cada uno recibió a quemarropa tres disparos que segaron sus vidas en segundos.
Sangrando por el batazo que alcanzó a asestarle el taxista, el criminal huyó con 300 pesos en morralla. Tal era el botín dominguero; tal fue el costo de la vida de dos hombres trabajadores, honestos.
Luis se levantó con pesadumbre. Estaba muy asustado y confundido. En cuestión de minutos el lugar se plagó de policías. Al verlo sangrando y encontrar los dos cuerpos inertes de inmediato lo arrojaron al piso, lo sometieron, lo esposaron y se lo llevaron como presunto culpable del asesinato.
A gritos alegó inocencia y dio la versión de los hechos. Pero no había testigos. Se lo llevaron con sirena abierta hasta los separos donde de volada lo etiquetaron como presunto homicida.
Ana lo esperó toda la mañana.
Pasado el mediodía pensó: -Este cabrón ya se fue de briago o seguramente está en la casa de “ésa”; Ah pero ya me va a escuchar el hijo de la chingada cuando regrese”-.
Su marido era el presunto y sanguinario asesino de dos hombres. Decían las notas rojas que “había asaltado y asesinado a sangre fría a dos hombres y que había desaparecido el arma homicida”.
Y así pasó el domingo. El lunes en la mañana, impactada y angustiada al mismo tiempo, su humanidad se cimbró cuando se enteró de los sangrientos hechos a través de los medios de comunicación.
Su marido era el presunto y sanguinario asesino de dos hombres. Decían las notas rojas que “había asaltado y asesinado a sangre fría a dos hombres y que había desaparecido el arma homicida”.
Mientras Ana se arreglaba de volada y salía disparada a los separos policiales a venderle su alma al diablo para sacar a su esposo, y mientras todo parecía perdido para Luis, sucedió un verdadero milagro.
El mismo lunes, mientras Ana leía aterrada las noticias, un camión distribuidor de gas surtía su producto en el centro de la ciudad. Eran las nueve de la mañana, el tráfico era, naturalmente, ya intenso.
Al doblar en una esquina, a velocidad inmoderada, el chofer intentó infructuosamente frenar. ¡Un enorme y gordo sujeto, totalmente pedo salió corriendo, pistola en mano, de una piquera de ésas que abren desde las cinco de la mañana!.-
Nada pudo hacer por detener el vehículo que aplastó el grueso vientre del correlón, exponiendo de grotesca forma, sus intestinos… y una pavorosa pistola calibre 38 súper, descargada.
Agonizando, el tripón confesó a paramédicos y policías (que por casualidad pernoctaban en conocido hotel, cercano al apachurramiento) su terrible crimen dominguero… aún con vida fue llevado a urgencias donde pocas horas después, murió.
Por la tarde, ya libre de cargos, Luis regresó a su casa pelón, (lo raparon para suturarle una hermosa alcancía arribita de la nuca) traumatizado por la experiencia, sin gas y sin lana.
Desde ese día, Luis vive intensamente la vida junto a su gorda, biliosa, celosa pero amada esposa y sus niños. Y procura tener un tanque de gas extra, por si uno de ellos se termina en domingo.